6.8.12

Se miraban, pero no se reconocían. Olían sus perfumes, ambos recordatorios de veranos en la Toscana e inviernos en Irlanda. Pero ninguno de los dos recordaba nada, nada de aquellos momentos en los que habían sido uno solo. Él acariciaba el pelo de ella y lo pasaba entre sus dedos, observando cómo el sol le atribuía un tono caoba. Un tono que en otros casos habría sido inconfundible, pero que esta vez le sorprendió, como si lo viera por vez primera. Ella tocaba el torso desnudo de él, mientras el humo de su cigarrillo los envolvía y dotaba a la escena un aire melancólico.

-¿Qué nos ha pasado?



A ella le brotaron las lágrimas mientras cuestionaba esta pregunta. Tanto tiempo, tantas tardes entre césped, vestidos, sombreros de paja y Best Coast. Tantas tristezas y tantas alegrías compartidas y robadas. Tantas visitas a los rincones más recónditos del universo, donde ambos podían ver las estrellas y acariciarlas con sus propias manos. Tantos cafés, tantas visitas a la tienda de vinilos, tantos desayunos, tantos cigarros, tantos paseos, tantos besos, tanta felicidad. Ahora nada de eso vale, nada de eso es recordado. Todo es como un espejismo borroso y sin luz, pero tan fuerte y duradero que golpea a ambos como una violenta ráfaga de viento.
Él miró por la doble ventana, intentando encontrar las palabras adecuadas para aquello que les estaba pasando. Suponía que su amor hacia aquella chica que tenía delante fue muy grande, tan grande como el infinito, tan bonito como las rosas, tan perfecto como una noche lluviosa, tan único como el sol. Suposiciones y más suposiciones, donde no había demasiado espacio y los recuerdos se habían quedado fuera.

-Lo que siempre pasa. La vida.


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