Fue... fue como un soplo de aire fresco. Aquel suspiro lleno de música, de guitarras, de Muse. Como si todo lo que ha pasado no fuera más que un simple recuerdo, un simple y vago recuerdo. Como si todos los que estaban alrededor desaparecieran lentamente. Mientras su cerebro se llenaba de su adicción más sana: la música. Como si la calle por la que andaba fuera el escenario de un concierto, de estos que se llenan hasta los topes. De estos en los que los asistentes se apretujan unos contra otros y se preparan para dar el mayor salto de sus vidas. Como si las demás vidas no importaran. Como si nada importara. Como si sólo fuera música.
Y así, caminando, pasaron horas, minutos, segundos. Miles de segundos. Y aunque la noche fuera oscura, nada impedía a Charlotte aplastar sus tacones sobre el asfalto. Con la misma fuerza con la que cantaría MK Ultra. Con la misma fuerza con la que pararía el mundo y compondría una canción para todos los países, en todos los idiomas. Que cruzase las fronteras, como una ráfaga de viento. Y que ella fuera dueña de eso.
Y cuando vuelve a la realidad, ésta la azota con violencia. Y la música se cuela por sus oídos de nuevo. Y es tan placentero como el sabor de chocolate, como la lluvia en verano, como el calor en invierno. Y todas esas sensaciones son tan fuertes, que ni siquiera puede contener un gemido. La música la aplasta, la comprime, la retuerce, la grita. Como una dulce tortura. Una dulce y suave tortura. Los coches pitan a su alrededor. La gente se empuja, se grita, se insulta, se estresa. Las luces brillan en lo alto de los edificios. El cielo se encapota.
Pero a Charlotte la daba igual. En ese momento, y en casi todos los momentos de su vida, la música lo era todo. Como el aire. Como una tortura. Como la música.
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