Ann le miraba desde la otra orilla de la habitación. Se encontraba tumbado en la cama, disfrutando de lo que sin duda será un sueño precioso. Ann podía distinguir sus ojos verdes debajo de sus párpados cerrados, su suave y aterciopelado aliento que rozaba sus perfectos dientes, su pelo alborotado y moreno, que a Ann le encantaba acariciar cuando él estaba triste o cuando necesitaba a alguien que le escuchara y le entendiera. También podía divisar sus largas pestañas, sus lisas manos, su terso abdomen. Todo un hombre, en verdad.
Pero a Ann a veces le asolaba el miedo de perderle, de no ser lo suficientemente buena para él, de decepcionarle o de hacerle daño. Le dolía pensar que quizá, algún día, él la dejara y se fuera con otra, una chica rubia, más alta, más esbelta, con piernas kilométricas y mirada brillante como el sol. Le daba miedo pensar que no estaba a la altura de su adorable y atractiva belleza. Hasta que a Ann se le escaparon gruesas y saladas lágrimas, causantes del dolor que azotaba su mente cada vez que pensaba en esos asuntos. Se dió la vuelta para no tener que mirarle, y así no torturarse más. No quería hacer ruido, para no despertarle, así que se esforzó en desprender el menor llanto posible. Pero era demasiado tarde.
Sintió que unas cálidas manos la agarraban de su cintura y la daban una vuelta de 90 grados, hasta quedar cara a cara con él, y perderse de nuevo en su infinita mirada. Él acercó su cara a la de Ann, y se besaron hasta que los labios quedaron desgastados. Pero aún así siguieron, sin detenerse, sin pensar.
Y entonces Ann comprendió que no importaba el físico. Lo que importaba era el amor que sentían el uno por el otro. Y de eso, desde luego que había mucho.
Ellos seguirían juntos por toda la eternidad. Él sería para ella, y ella sería para él. Siempre.
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