15.2.12

Recuerdo tu mirada traviesa cuando me susurraste que si nos podíamos ir de aquella fiesta, de todo aquel ruido, y quedarnos solos, tú y yo. Recuerdo tu sonrisa de satisfacción que se formó en tu cara cuando te dije que sí, por favor. Que nos marcháramos de aquella asquerosa fiesta en la que las guapas y chulas del instituto no paraban de moverse al ritmo del pegajoso y estúpido reggaeton. Recuerdo tu mano temblorosa cuando me abriste la puerta del coche para que pudiera pasar. Todo un caballero. Recuerdo tu voz preguntando cosas triviales, como qué me parecía el tiempo, si había escuchado alguna nueva canción últimamente. Pero me negé a contestar a aquellas preguntas. Quería saber adónde me llevabas, aunque no me importara en exceso. No si iba contigo.

Me contestaste que iríamos a un lugar secreto, un lugar que nadie conocía y que desde ahora sería nuestra pequeña guarida secreta. Me sorprendí cuando llegamos a la playa y pisamos esa arena finita y casi transparente que se colaba por los dedos de mis pies. Me llevabas de la mano hacia una cueva que había en el lado derecho de aquel magnífico paraíso. Cuando estuvimos dentro me dijiste tantas cosas bonitas, que no pude evitar posar mis manos en tu cuello y arrastrarte hasta mis labios. Nos besamos durante segundos, minutos, quizá horas. Hasta que nos separamos y pude ver tus mejillas sonrosadas, y una sonrisa tímida te empezaba a aflorar en el rostro. Te dije que no tuvieras vergüenza, que besarse no era nada malo, y no debías sonrojarte de esa manera cada vez que nos besáramos así. Y entonces me abrazaste, y nos tumbamos sobre nuestras ropas, ahora mojadas a causa de los pequeños charcos de mar que habían empapado aquel suelo de piedra. Empezamos a buscarnos la piel con desesperación, pero a la vez con delicadeza, con miedo de hacernos daño.

Y así, en tus brazos, pasaron segundos, minutos. Quizá horas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

.