15.2.12

Aún recuerdo aquel día en el que su corazón dejó de latir.

Dijeron que había deshonrado el nombre de la familia, y que merecía ser arrancada de la vida. Se excusaron diciendo que merecía ser castigada por lo que había hecho. La vistieron con sus mejores galas, su mejor vestido rojo pasión y su melena suelta y despeinada. La ataron con cadenas de alambre por el cuello, las muñecas, los tobillos. Yo estaba allí, presenciando la injusticia que estaba a punto de cometerse, con la angustia reflejada en mi cara. Veía sus preciosos ojos azules como el mar llenos de horror y dolor, inmersos en una pesadilla de la que no podría salir. Veía su boca desencajada gritando, pidiendo que alguien la sacara de ese tormento. Y yo no podía hacer nada. Ni yo ni todas las personas que allí estaban presenciando ese terrible asesinato a sangre fría. Todos éramos meros espectadores del macabro espectáculo.

Y entonces comenzaron a tirar de las cadenas con injusta violencia. Tiraron sin parar, desgarrando cada capa de piel que quedaba en la superficie de la chica. Las pequeñas gotas de sangre pronto se transformaron en largos ríos de lava ardiente. Ella gritaba y gritaba, aun sabiendo que no conseguiría nada. Se movía de manera brusca, intentando librarse de esas cadenas que estaban provocando su muerte. Y entonces tanto el grito como el movimiento cesaron, y sólo quedó un cuerpo desganado, a carne viva y con una inmovible máscara de sufrimiento que nunca se iría. Y yo allí, contemplándolo todo, y sintiendo cómo mis lágrimas se me escurrían sin querer por las cuencas de los ojos.

Aún recuerdo aquel día en el que su corazón dejó de latir. Y no se me olvidará tan fácilmente.

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