Hacía frío, pero no me importó. Me quedé sola, sola y olvidada. Me sentí frágil, como si un simple azote de aire me pudiera partir en pedazos. No llevaba ropa, porque pensé que hasta la ropa me ignoraba, me despreciaba. Me sentía totalmente aislada y marchita, como una simple rosa en pleno otoño. Empezé a tiritar, y con cada choque de mis dientes me asaltaron recuerdos que yo creía olvidados, recuerdos que en otro momento quizá no me harían daño, pero que ahora me producían una extrema agonía. Veía a la gente pasar delante de mí, ignorándome como siempre. Pero no me preocupé, porque sabía que había una persona que no me ignoraría en ese estado. De hecho, la estaba esperando, pero se retrasaba. Me extrañé, porque cuando muchas amigas la llamaron, ella acudió enseguida. Pero a mí me estaba haciendo sufrir más de lo debido. Pensé en levantarme.
Entonces una especie de abanico de capas blancas y suaves me rodeó, protegiéndome del frío. Pensé que alguna persona noble y buena había venido a socorrerme, pero cuando miré y no ví nada más que blanco por todos lados, supe que no era así. Miré a mi alrededor. Todo estaba cubierto de esa relajante capa. Parecía de seda, de la más suave seda que pueda existir.
Finalmente, el abanico de plumas me cubrió por completo, y dejé de existir.
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